Hay dos formas diferentes de considerar los objetivos de una empresa, dos perspectivas que llevan a dos consecuencias opuestas. Una es fragmentista(1) – la que están enseñando en las Escuelas de Negocio – y la otra sistémica. La primera nos puede llevar a la ruina, la segunda requiere un cambio drástico en la manera de pensar el management.
La visión fragmentista considera cada empresa como una entidad desvinculada del conjunto económico y social, que puede legítimamente generar riquezas para sus accionistas de forma ilimitada sin tener en cuenta consecuencias globales. Ve la Economía de la misma forma en que se han considerado los recursos naturales del planeta: como si fuesen inextinguibles e independientes del uso que se les hace.
Del mismo modo que los océanos nos parecían tan gigantescos que echarles nuestros cubos de basura no terminaría nunca contaminándolos, o que los recursos del suelo seguirían inagotables, se está pensando que la Economía es independiente de cómo se la trata. Se ven a las empresas como organismos disociados que pueden consumir riquezas reales (las industriales) a cambio de generar riquezas ficticias (las especulativas) sin jamás llegar a agotar el pastel. Es el sofisma del calvo, del que he hablado en otro artículo. Con esta visión, parece bastante sensato ver a las empresas como medios para succionar la mayor cantidad de riqueza posible a favor de sus propietarios.
La visión sistémica amplia el horizonte y considera que todo está interrelacionado con todo. Cada empresa puede reportar beneficios a sus inversores porque el conjunto de las empresas crea riquezas para el conjunto de la economía. Sin embargo, las riquezas industriales revierten en la sociedad y las financieras: no. Los beneficios de la especulación financiera sólo existen en función del valor subjetivo que el resto de protagonistas de la Economía atribuye a los bienes. En el mercadillo de la compra-venta de acciones, una empresa sólo vale en función del beneficio que se espera sacar de la venta de sus acciones. Esta esperanza suele descansar en criterios ficticios, desvinculados de la realidad industrial.
Los especuladores tienen todos en común que no les importan las consecuencias sobre el bien común y que cuentan con que siempre existirá la suficiente cantidad de gente dispuestas a tapar los huecos que ellos crean, de tal modo que podrán continuar a vivir de su juego.
Pueden así seguir creando valor ficticio – convertible en moneda real para ellos – mientras que el resto de participantes económicos garantiza el valor. Pero cuando la cantidad de especuladores financieros sobrepasa cierto umbral, la burbuja explota y es toda la comunidad económica que sufre las consecuencias.
En una visión fragmentista, parece sensato comprender y admitir que el principal objetivo de una empresa sea proporcionar los máximos beneficios a los inversores, pero viendo el sistema en su conjunto, esto no es sostenible, por lo que el primer objetivo de las empresas debería ser mantener una economía próspera y floreciente, porque es la única manera para que los accionistas puedan seguir alimentándose con los huevos sin matar a las gallinas.
Es dentro de este objetivo principal que los accionistas pueden pretender sacar un rendimiento óptimo de sus inversiones. En este orden, y no al revés.
Los supuestos gurús del management, siguiendo Milton Friedman y consortes, han exaltado la idea de que el único comportamiento moral de las empresas es hacer la fortuna de sus accionistas. Es hora de entender que son posturas insostenibles y que empresas, trabajadores, consumidores y riquezas forman un sistema totalmente interdependiente cuya preservación requiere un planteamiento substancialmente ecológico si no queremos que la codicia rompa el saco.
(1) Neologismo que pretende expresar la voluntad deliberada de fragmentar ignorando la interdependencia de las partes con el todo y del todo con las partes.